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BARCELONA, DICIEMBRE 2010
JUAN VILLORO
¿Y si escribir es, en el libro, hacerse legible para todos e indescifrable para sí mismo?
Maurice Blanchot, La escritura del desastre
¿Qué espera? (El testigo, p. 185)
Una de las lecciones de la madurez es que cada vez hay que esperar menos cosas, pero nunca hay que dejar de esperar algo. La verdadera muerte es perder la curiosidad. Cuando ya no anhelas una sorpresa. Hay que pacificar las ambiciones de la juventud. Con el tiempo vas reduciendo en cierta forma el horizonte, pero el paso de los años no puede hacerte perder la curiosidad. Hay un cuento muy hermoso de Italo Svevo, un cuento interrumpido, curiosamente, en donde el diablo se le aparece a Fausto y le hace la consabida oferta de darle la inmortalidad, la fama total, a cambio de su alma. Y se encuentra con un Fausto muy cansado, muy envejecido, que piensa en algún deseo que pedirle al diablo y se da cuenta de que no tiene ninguno. Es algo totalmente triste.
¿Eres creyente? (El testigo, p. 174)
Soy creyente de una manera totalmente relativista, sin iglesia alguna. Soy creyente en la medida en que creo que hay algo inefable: hay algo que solamente se conoce a través de la fe y que nos escapa al entendimiento racional. Una última pregunta de sentido es si las cosas ocurren por azar, como una suerte de broma cósmica, o si tienen un significado. Si escoges el significado piensas en una razón ulterior. Lo que dijo Einstein cuando formuló “Dios no juega a los dados con el Universo”, o sea: si hay una lógica puede haber algo que se nos escapa y que sólo podemos conocer por vía de la contemplación, de la iluminación religiosa. Es decir, tengo un pensamiento religioso, pero no inscrito en ninguna escuela.
¿Tienes miedo? (El disparo de argón, p. 180)
Sí, tengo miedo de todo. Ser mexicano implica tener miedo, sobre todo en los últimos años, porque tenemos una sociedad rota y un clima de amenaza muy fuerte. He tenido mucho más miedo de adulto que de niño. De niño me sentía protegido por fuerzas paranormales que tenían que ver con superhéroes. Algunos de estos superhéroes eran mis propios familiares, lo que pasa es que yo los veía como seres dotados de poderes dignos de protegerme. Cuando había temblores en México yo pensaba que era mi padre que caminaba por la casa. Sus pasos me parecían tan fuertes, tan firmes, que de alguna manera hacían bambolear la construcción entera. Después, al crecer, me di cuenta que en la soledad ―y en un mundo en el que ya no se podía salir a la calle de manera impune, de manera inocente, también―, el miedo se convirtió en una segunda naturaleza. Tiene que ver con la sensación de peligro que vivimos en México, pero quizá también, de un modo general, tiene que ver con la vida adulta. Es decir, con la pérdida de la magia y de la protección que te da la creencia en la magia.
¿Podemos prescindir de la niñez y la tribu del origen? (Dios es redondo, p. 24)
No, para nada. Bueno, al menos yo no, porque toda mi vida ha sido al revés, un camino hacia atrás. Yo creo que uno avanza mejor en reversa y no podemos prescindir del origen, ya sea del origen colectivo, la tribu del comienzo, o la infancia. A mí no me gustó mi propia infancia, la real que tuve. No fue una infancia trágica: no viví el exilio o la orfandad, el hambre, la pobreza, la guerra, situaciones terribles para los niños. Pero fue una infancia deslucida, tristona. Yo era un niño inadaptado. No me gusta esa etapa de mi vida, es la que menos me gusta. Quizá por ello pienso que la escritura es una segunda infancia. Es la recuperación imaginaria de ese entorno, o sea, no es regresar a la infancia que yo tuve, que finalmente carece de interés, sino poner en juego lo que ahí sentí con otras infancias: las de mis personajes, a veces de manera explícita, cuando ellos tienen recuerdos infantiles, pero casi siempre de manera implícita. Los personajes actúan en buena medida en función de los niños que fueron. Lo primero que hago para imaginar un personaje es concebir una infancia para él, aunque no la describa. Necesito saber cómo fue de niño para entenderlo como adulto. Eso me parece muy importante. Y respecto a la tribu del comienzo, creo mucho en valores comunitarios y en relaciones afectivas que no necesariamente tienen que ver con la vida cívica, la vida de normatividades, el progreso entendido como un prohibicionismo, en donde cada vez está más reglamentada la vida común. Creo que hay formas extendidas de la familia, de los afectos, de la pandilla, la tribu, los grupos, que son muy interesantes. Los fenómenos gregarios también me interesan mucho, ya sea en las crónicas que escribo de fútbol, por ejemplo, donde más que un aficionado al juego soy un aficionado a la afición. Lo que a mí me interesa es por qué una tribu se vuelca en un estadio, ese es el gran tema para mí. Y lo mismo las crónicas de masas en temas políticos o en temas religiosos. Me interesa mucho el fenómeno de la fe. ¿Por qué nueve millones de personas se congregan para ver a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre en la Ciudad de México?
[Silencio]
¿Cómo entender lo ajeno? (De eso se trata, p. 191)
Es uno de los grandes temas literarios. Situarte en la piel de otra persona. Suponer que no eres tú, sino que el que escribe, el que mira, el que sufre es otro. Este traslado es un ejercicio de traducción de almas, digamos. A mí me interesa muchísimo pensar en la posibilidad de estar en piel ajena. Cuando escribo un texto me cuesta mucho trabajo valorarlo. Uno es el peor juez de lo que ha escrito. Es difícil cobrar distancia y tener la objetividad con la que uno puede juzgar textos ajenos. Sin embargo, de manera sorprendente, la única prueba de que algo que yo escribo vale la pena es cuando lo leo o alguien me lo menciona y me parece que lo escribió otro. Es decir, cuando me desconozco en ese texto y digo: “¿pero de quién es eso?”, y me dicen: “tú lo escribiste”. Es la única prueba en la que yo siento que el texto vale y tiene una entidad ajena. ¡Claro! Esto ya me priva de sentirme orgulloso de ese texto porque me estoy sorprendiendo ante él como algo que no me pertenece. Ese es el grado de desprendimiento por el que debe apostar la escritura.
¿Qué buscamos? (El testigo, p. 113)
En general no tengo la menor idea. La respuesta obvia sería la felicidad, pero es muy difícil conseguirla. Cuando yo empecé a escribir cuentos para niños pensé que la mayor gratificación sería la de llegar al final feliz. Porque cuando tú escribes un relato o una novela para adultos la felicidad cumplida suena a una inocentada. Sabemos que la felicidad absoluta no existe, que sólo un idiota es continuamente feliz, entonces posponemos la felicidad. La felicidad puede ser un efecto de la lectura, pero no aparece en la escritura. Entonces, al escribir para niños lo que buscaba era precisamente la felicidad, el final satisfactorio que podría escribir por primera vez. Y ahí descubrí que no hay nada más arduo ni más difícil que escribir un final feliz porque para que tenga sentido tiene que ser un final merecido. Los personajes tienen que pasar por pruebas, sufrimientos, para que esa felicidad sea una conquista y la última página se justifique como tal. Esto de “colorín colorado este cuento se ha acabado” y “vivieron felices como perdices” no puede ser una arbitrariedad porque entonces el cuento no funciona. El esfuerzo para llegar ahí me pareció mucho más complejo que muchas otras cosas que yo había escrito. Lejos de ser un descanso, significó un desafío y un esfuerzo. La felicidad cansa.
¿Cuándo se acaba lo que no tiene meta? (Los culpables, p. 54)
En una ocasión, un amigo me contó una historia que me pareció una especie de parábola sobre todo esto a propósito de un galgo que corría en el galgódromo persiguiendo la liebre eléctrica. Corría afanosamente en pos de la liebre, como todos los galgos, hasta que un día el mecanismo se descompuso y pudo atrapar a la liebre. Se dio cuenta de que estaba hecha de metal vil y común y a partir de ese momento no volvió a correr. No había manera de entrenarlo para que corriera. Había descubierto que la meta no tenía sentido. Creo que debemos correr para no llegar nunca a la meta.